Sola y sin guarida - Ejecutivos Zombis

miércoles, 5 de diciembre de 2007

alcancía


¿Quién no tuvo alguna vez un chanchito?
Recuerdo que de chico rechazaba los billetes, prefería las monedas. Y claro, las monedas me permitían disfrutar la sensación de crecimiento, de superación que me producía el sonido de la monedita que se acumulaba en el interior del chanchito. Una a una, siempre trataba de rescatar alguna moneda de los vueltos de los mandados. El chanchito me lo había regalado mi abuela, creo, para que aprendiera a administrar mis recursos.
Administrar mis recursos. Todo lo que eso significaba era simplemente no romper el chanchito hasta que fuera realmente necesario. Eso, o cuando decidiera invertir, que en ese entonces significaba comprarme algún juguete.
Todo ello se enfrentaba a mi instinto. Bueno, más que instinto era ansiedad. No podía esperar a que llegara el momento de romper el chanchito para liberar la abundancia de monedas que se desparramaría y llenaría mis ojos de brillo. Pero no podía defraudar a mi abuela. Necesitaba una emergencia, una excusa para destruir el encierro. Cada vez que en casa se discutían problemas financieros yo ofrecía el sacrificio de mi chanchito. No por generoso, todo lo contrario, por satisfacer mi avaricia y mi ansiedad. Me miraron con una pequeña sonrisa. Mi padre mostraba un brillo en sus ojos, que muchos años más tarde descubrí, era orgullo.
Estaba visto que ninguna emergencia era excusa suficiente para la destrucción.
Tuve que recurrir a la inversión. ¿Qué inversión valdría la pena a mi edad? Por esos años, al igual que ahora, no me interesaban muchas cosas, o mejor dicho me interesaba todo. Creo que fue por eso que no me podía decidir. Un comercial lleno de efectos especiales me dio el empujón. Un escenario de lucha para todos los personajes que conocía, y para los que no. Un ring de lucha donde luchan los campeones. Además aparecía un personaje muy parecido a mi primer héroe de televisión: he-man. (jíman es lo mismo,¿no?)
Estaba decidido, era una buena inversión. Jamás tuve un escenario de lucha. Tuve, personajes (suena mejor que muñecos), pero nunca un escenario. La inversión parecía buena. Iba a cambiar la figura de un animal, un tanto anticuada por cierto, por un modernísimo escenario de los más épicos combates.
Sin consultar a nadie me decidí a darme el gusto. El martillo de mi papá sería mi instrumento de destrucción. El único lugar que cumplía con los requerimientos de privacidad era mi cuarto. Sobre el piso, casi sobre el centro exacto de la habitación, deposité el objeto de sacrificio. Estudié todos los ángulos. Sabía que iba a ser un solo golpe, no podía fallar. Ese golpe tendría que destruirlo completamente de una sola vez. Y así fue.
La satisfacción de destrucción duro unos segundos, se vio interrumpida por los reproches de mi mamá.
Yo junté las monedas y fui hasta la juguetería sin remordimientos. Después de todo era mi dinero y podía hacer con él lo que quisiera.
La caja era grande, llena de colores. Cuando llegué a mi casa se las mostré a todos. Quise que todos estuvieran presentes cuando abriera mi tesoro.
Unos 150 gramos de plástico moldeado salieron de la caja. Había que armarlo. Unos cinco minutos después, cuando había terminado, el escenario estuvo listo. No dije nada en ese momento, pero buscaba disimuladamente los personajes en el interior de la caja. Pero claro, la caja decía: No incluye figuras de acción.
Ese objeto (le digo así porque no era ni siquiera un juguete) resultó bastante inconveniente. Era bastante incomodo llevarlo a la casa de mis amigos. Su fragilidad hacía que las luchas parecieran un desfile de modas de las muñecas de la hermana que nunca tuve.
Todavía lo tengo, guardado en su caja vistosa, como un recuerdo del chanchito.
Nunca más nadie me regaló un chanchito, ni alcancía de ningún tipo. Destruí uno de los objetos que podría haber perdurado hasta hoy que me sirvió para aprender algo. Convertí una enseñanza que me había regalado una de las personas más sabias y dulces que jamás conocí, por un capricho inútil, dentro de una caja vistosa.
Hoy sé que ese chanchito no guardaba monedas. Ese chanchito guardaba momentos, atesoraba el tiempo. Ese chanchito albergaba una esperanza, un último recurso que me recordaba que no todo está perdido, porque siempre estaría el chanchito.

Los riojanos tenemos un chanchito del tamaño de una montaña que alberga mucho más tiempo del que pudríamos imaginar. El Famatina alberga riquezas que tenemos pero no podemos gastar. Y esto se debe a una muy buena razón. Somos inmaduros. Saldríamos a comprar cualquier envoltorio vistoso, lleno de vacío, de inutilidad.
No les estoy hablando de razones ambientalistas que rayan en lo cursi. No les pido que hagan un teatrerío en la plaza. Los chileciteños sabemos que el progreso viene acompañado de contaminación. La curtiembre Yoma funcionó muchísimos años y sigue funcionado sin que el pueblo se levante contra ella. Por que sabemos que es una fuente de trabajo para miles de familias, y aceptamos pagar el precio.
Pero esto es diferente, vamos a dejar que alguien nos rompa el chanchito y nos dé unas monedas a cambio. Vamos a darle paso a la destrucción, para que deje en nuestros corazones, un vacío irrecuperable. Recordemos que nuestro último recurso es no renovable.

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