Sola y sin guarida - Ejecutivos Zombis

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Inestal, Coronilla, y nuestro pasado

Hoy se festejan 50 años de servicio pastoral de nuestro querido Padre Inestal. En un comienzo de siglo marcado por curitas inclinados hacia los púberes alrededor del mundo, es de destacar que todo un pueblo se vista de fiesta para celebrar 50 años de servicio de esta persona a los propósitos de la Iglesia católica.
Vivimos en una época en que el método crítico se ha dispersado en todos los sentidos y aspectos de nuestras vidas. Ya no es posible creer sin dudar. Al menos eso precisamente es lo que dudamos. ¿En qué podemos creer? ¿En qué deberíamos dudar?
En este preciso momento un evento especial nos pone a reflexionar. Al menos nos queda una esperanza. Y esa esperanza es como la luz de una vela, tan débil y frágil pero que se torna más potente a medida que la oscuridad aumenta. Pero como toda vela, su luz se consumirá con ella. ¿Habremos sido lo suficientemente precavidos como para no quedarnos sin iluminación?
Aparentemente si. No solo se celebran 50 años de nuestro Padre Inestal en el servicio, sino que además se festeja la consagración como diáconos de dos seminaristas.
¡Qué gran alegría en este universo de número y coincidencias!
Tengamos en cuenta que para mañana está prevista la inauguración de la plaza de la cultura “Cacique Coronillas”. Como es de público conocimiento, o al menos eso me gustaría pensar, este personaje indígena fue descuartizado por cuatro caballos. Este indio revolucionario fue parte de un alzamiento indio contra los españoles que comenzó aproximadamente 380 años atrás. Los españoles, los mismos que nos cortaran el cabello y le cortaran la lengua a todo aquél que osara hablar otra lengua que no fuera la española, son los mismos que nos bendijeron al ponernos en contacto con los jesuitas.
Hoy festejamos el triunfo de la fe de la Iglesia católica y mañana recordaremos la derrota de aquellos salvajes de los que poco podemos decir ya que sólo contamos con la versión del triunfador, y tal como lo demuestra la historia, no siempre es de confiar.
Y en este gran universo de números y coincidencias es dable recordar que en aquellos tiempos oscuros también hubo dos.
Fueron dos los curitas asesinados y descuartizados en La Rioja, Fray Antonio Torino y Fray Pablo Valero. Ambos muertos con una crueldad sólo comparable a la de los métodos de los conquistadores españoles. Cabrera hizo ejecutar al cacique Coronillas por descuartizamiento. Cuatro caballos tiraron de los miembros del prisionero hasta arrancárselos.
Hoy festejamos el nacimiento de nueva luz. Debemos agradecer a nuetros conquistadores por nuestra nueva lengua, de la vieja no quedan ya más que vagos rastros en nuestra forma de hablar y en algún que otro apellido, Campillay, Aballay, etc.
Debemos agradecer a nuestros conquistadores por esta luz de esperanza, pero debemos recordar lo que nos costó.
Debemos agradecer nuestro progreso, el mismo que hoy nos ofrecen nuestros gobernantes. Cuidemos esta luz, pero recordemos que ésta quizá no hubiera sido nuestra, de no ser por nuestros conquistadores.
“El que no conoce su pasado, no conoce el porqué de su presente.”

El observador

Cuando llegó quedó asombrado. Sin lugar a dudas, la vida aquí era muy diferente. Contempló maravillado la arquitectura del lugar, las vestimentas de su gente, los rostros. Eso si, desde el principio había previsto parecer un extraño.
Antes de salir eligió cuidadosamente sus mejores ropas: un pantalón amarillento que sólo vestía en ocasione muy importantes; una chomba casi nueva, de tonos azulados; y un par de zapatillas, gastadas pero sin remiendos.
No tenía cinto, al menos ninguno que pudiera lucir aquí. Unas puntadas de hilo en la cintura y unos bollos de papel de diario en las punteras de sus zapatillas repararían cualquier holgura impresentable.
Debía mimetizarse. Tuvo que reprimir toda expresión de gozo en su rostro. Se propuso borrar cualquier gesto que pudiera distraer a quienes observaba.
Pensó que aquí lograría entender muchas cosas. Quería descubrir patrones de comportamiento, quería comprender cómo cada actitud individual aportaba a la actitud colectiva. Evitó las miradas. Dispuso un recorrido de observación fijo. Del alero de la iglesia al banquito de las palomas, hacía el mismo recorrido todos los días.
Se sentaba a la salida de la iglesia para verlos al entrar y al salir. Quería ver si encontraba algún cambio a la salida, algún resto de bendición divina, algún indicio de que hubieran recibido un poco de paz.
Luego caminaba hasta el banquito de las palomas. Ellas creaban una división, una especie de trinchera desde la que podía observar sin que nadie notara su presencia. Esto hubiera sido así, de no ser por el aspecto desprolijo de sus cabellos. Sus cabellos eran firmes y gruesos como una maraña de alambres, quizás hasta con el mismo brillo y aspecto de los alambres oxidados. Esto era lo que, entre otras cosas, le llamaba la atención a la gente. Esto en vez de desanimarlo lo alegró, ya que la gente no notaba su presencia, sino la presencia de algo. Nadie había notado que esa maraña de pelos sucios ocultaba un rostro. Al menos nadie lo había mirado de esa manera.
Con el tiempo todos se fueron acostumbrando y ya no le prestaban tanta atención. Esto era precisamente lo que él quería. De esta manera él podía contemplarlos sin ninguna perturbación.
Fue advirtiendo ciertas cosas, entre ellas, la ausencia del brillo en los ojos que todos traemos al nacer. Él conocía bien ese brillo. Lo había visto muchas veces. Era la ausencia de ese brillo lo que lo había llevado a emprender este viaje de exploración.
Y había viajado bastante, siempre buscando una explicación, una razón para la perdición. Estuvo en muchos lugares, incluso en la gran ciudad. La gran ciudad era el futuro, era el modelo a seguir. Y era también el peor desastre. Por eso huyó de las ciudades, buscó pueblitos más chicos.
El tiempo pasaba y él seguía mimetizándose. Al menos eso era lo que él intentaba. Pronto el hedor se volvió tan característico que nadie lo miraba, pero todos sentían su presencia.
Él siguió con sus observaciones sin notar nada más que un leve desvanecimiento del brillo.
El tiempo pasa sin avisar, y una mañana se dio cuenta que ya nadie llevaba el brillo. El terror lo invadió, tanto que no lo pudo contener. Salió corriendo sin aliento. Pasó con no poco esfuerzo entre los coches en movimiento. Miró las calles, las ropas, la gente. El lugar había cambiado, la gente también. El pueblo era ahora una ciudad. Dejó golpear sus rodillas y clavó una mirada de súplica al cielo. No notó las luces ni la gente ni los autos. Se dio cuenta que todo tiende al futuro y que con el tiempo todo pierde brillo. Todo, incluso él.

alcancía


¿Quién no tuvo alguna vez un chanchito?
Recuerdo que de chico rechazaba los billetes, prefería las monedas. Y claro, las monedas me permitían disfrutar la sensación de crecimiento, de superación que me producía el sonido de la monedita que se acumulaba en el interior del chanchito. Una a una, siempre trataba de rescatar alguna moneda de los vueltos de los mandados. El chanchito me lo había regalado mi abuela, creo, para que aprendiera a administrar mis recursos.
Administrar mis recursos. Todo lo que eso significaba era simplemente no romper el chanchito hasta que fuera realmente necesario. Eso, o cuando decidiera invertir, que en ese entonces significaba comprarme algún juguete.
Todo ello se enfrentaba a mi instinto. Bueno, más que instinto era ansiedad. No podía esperar a que llegara el momento de romper el chanchito para liberar la abundancia de monedas que se desparramaría y llenaría mis ojos de brillo. Pero no podía defraudar a mi abuela. Necesitaba una emergencia, una excusa para destruir el encierro. Cada vez que en casa se discutían problemas financieros yo ofrecía el sacrificio de mi chanchito. No por generoso, todo lo contrario, por satisfacer mi avaricia y mi ansiedad. Me miraron con una pequeña sonrisa. Mi padre mostraba un brillo en sus ojos, que muchos años más tarde descubrí, era orgullo.
Estaba visto que ninguna emergencia era excusa suficiente para la destrucción.
Tuve que recurrir a la inversión. ¿Qué inversión valdría la pena a mi edad? Por esos años, al igual que ahora, no me interesaban muchas cosas, o mejor dicho me interesaba todo. Creo que fue por eso que no me podía decidir. Un comercial lleno de efectos especiales me dio el empujón. Un escenario de lucha para todos los personajes que conocía, y para los que no. Un ring de lucha donde luchan los campeones. Además aparecía un personaje muy parecido a mi primer héroe de televisión: he-man. (jíman es lo mismo,¿no?)
Estaba decidido, era una buena inversión. Jamás tuve un escenario de lucha. Tuve, personajes (suena mejor que muñecos), pero nunca un escenario. La inversión parecía buena. Iba a cambiar la figura de un animal, un tanto anticuada por cierto, por un modernísimo escenario de los más épicos combates.
Sin consultar a nadie me decidí a darme el gusto. El martillo de mi papá sería mi instrumento de destrucción. El único lugar que cumplía con los requerimientos de privacidad era mi cuarto. Sobre el piso, casi sobre el centro exacto de la habitación, deposité el objeto de sacrificio. Estudié todos los ángulos. Sabía que iba a ser un solo golpe, no podía fallar. Ese golpe tendría que destruirlo completamente de una sola vez. Y así fue.
La satisfacción de destrucción duro unos segundos, se vio interrumpida por los reproches de mi mamá.
Yo junté las monedas y fui hasta la juguetería sin remordimientos. Después de todo era mi dinero y podía hacer con él lo que quisiera.
La caja era grande, llena de colores. Cuando llegué a mi casa se las mostré a todos. Quise que todos estuvieran presentes cuando abriera mi tesoro.
Unos 150 gramos de plástico moldeado salieron de la caja. Había que armarlo. Unos cinco minutos después, cuando había terminado, el escenario estuvo listo. No dije nada en ese momento, pero buscaba disimuladamente los personajes en el interior de la caja. Pero claro, la caja decía: No incluye figuras de acción.
Ese objeto (le digo así porque no era ni siquiera un juguete) resultó bastante inconveniente. Era bastante incomodo llevarlo a la casa de mis amigos. Su fragilidad hacía que las luchas parecieran un desfile de modas de las muñecas de la hermana que nunca tuve.
Todavía lo tengo, guardado en su caja vistosa, como un recuerdo del chanchito.
Nunca más nadie me regaló un chanchito, ni alcancía de ningún tipo. Destruí uno de los objetos que podría haber perdurado hasta hoy que me sirvió para aprender algo. Convertí una enseñanza que me había regalado una de las personas más sabias y dulces que jamás conocí, por un capricho inútil, dentro de una caja vistosa.
Hoy sé que ese chanchito no guardaba monedas. Ese chanchito guardaba momentos, atesoraba el tiempo. Ese chanchito albergaba una esperanza, un último recurso que me recordaba que no todo está perdido, porque siempre estaría el chanchito.

Los riojanos tenemos un chanchito del tamaño de una montaña que alberga mucho más tiempo del que pudríamos imaginar. El Famatina alberga riquezas que tenemos pero no podemos gastar. Y esto se debe a una muy buena razón. Somos inmaduros. Saldríamos a comprar cualquier envoltorio vistoso, lleno de vacío, de inutilidad.
No les estoy hablando de razones ambientalistas que rayan en lo cursi. No les pido que hagan un teatrerío en la plaza. Los chileciteños sabemos que el progreso viene acompañado de contaminación. La curtiembre Yoma funcionó muchísimos años y sigue funcionado sin que el pueblo se levante contra ella. Por que sabemos que es una fuente de trabajo para miles de familias, y aceptamos pagar el precio.
Pero esto es diferente, vamos a dejar que alguien nos rompa el chanchito y nos dé unas monedas a cambio. Vamos a darle paso a la destrucción, para que deje en nuestros corazones, un vacío irrecuperable. Recordemos que nuestro último recurso es no renovable.