Sola y sin guarida - Ejecutivos Zombis

miércoles, 5 de diciembre de 2007

El observador

Cuando llegó quedó asombrado. Sin lugar a dudas, la vida aquí era muy diferente. Contempló maravillado la arquitectura del lugar, las vestimentas de su gente, los rostros. Eso si, desde el principio había previsto parecer un extraño.
Antes de salir eligió cuidadosamente sus mejores ropas: un pantalón amarillento que sólo vestía en ocasione muy importantes; una chomba casi nueva, de tonos azulados; y un par de zapatillas, gastadas pero sin remiendos.
No tenía cinto, al menos ninguno que pudiera lucir aquí. Unas puntadas de hilo en la cintura y unos bollos de papel de diario en las punteras de sus zapatillas repararían cualquier holgura impresentable.
Debía mimetizarse. Tuvo que reprimir toda expresión de gozo en su rostro. Se propuso borrar cualquier gesto que pudiera distraer a quienes observaba.
Pensó que aquí lograría entender muchas cosas. Quería descubrir patrones de comportamiento, quería comprender cómo cada actitud individual aportaba a la actitud colectiva. Evitó las miradas. Dispuso un recorrido de observación fijo. Del alero de la iglesia al banquito de las palomas, hacía el mismo recorrido todos los días.
Se sentaba a la salida de la iglesia para verlos al entrar y al salir. Quería ver si encontraba algún cambio a la salida, algún resto de bendición divina, algún indicio de que hubieran recibido un poco de paz.
Luego caminaba hasta el banquito de las palomas. Ellas creaban una división, una especie de trinchera desde la que podía observar sin que nadie notara su presencia. Esto hubiera sido así, de no ser por el aspecto desprolijo de sus cabellos. Sus cabellos eran firmes y gruesos como una maraña de alambres, quizás hasta con el mismo brillo y aspecto de los alambres oxidados. Esto era lo que, entre otras cosas, le llamaba la atención a la gente. Esto en vez de desanimarlo lo alegró, ya que la gente no notaba su presencia, sino la presencia de algo. Nadie había notado que esa maraña de pelos sucios ocultaba un rostro. Al menos nadie lo había mirado de esa manera.
Con el tiempo todos se fueron acostumbrando y ya no le prestaban tanta atención. Esto era precisamente lo que él quería. De esta manera él podía contemplarlos sin ninguna perturbación.
Fue advirtiendo ciertas cosas, entre ellas, la ausencia del brillo en los ojos que todos traemos al nacer. Él conocía bien ese brillo. Lo había visto muchas veces. Era la ausencia de ese brillo lo que lo había llevado a emprender este viaje de exploración.
Y había viajado bastante, siempre buscando una explicación, una razón para la perdición. Estuvo en muchos lugares, incluso en la gran ciudad. La gran ciudad era el futuro, era el modelo a seguir. Y era también el peor desastre. Por eso huyó de las ciudades, buscó pueblitos más chicos.
El tiempo pasaba y él seguía mimetizándose. Al menos eso era lo que él intentaba. Pronto el hedor se volvió tan característico que nadie lo miraba, pero todos sentían su presencia.
Él siguió con sus observaciones sin notar nada más que un leve desvanecimiento del brillo.
El tiempo pasa sin avisar, y una mañana se dio cuenta que ya nadie llevaba el brillo. El terror lo invadió, tanto que no lo pudo contener. Salió corriendo sin aliento. Pasó con no poco esfuerzo entre los coches en movimiento. Miró las calles, las ropas, la gente. El lugar había cambiado, la gente también. El pueblo era ahora una ciudad. Dejó golpear sus rodillas y clavó una mirada de súplica al cielo. No notó las luces ni la gente ni los autos. Se dio cuenta que todo tiende al futuro y que con el tiempo todo pierde brillo. Todo, incluso él.

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